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Sanando para poder Relacionarnos

  • Foto del escritor: ricardopinzon3128
    ricardopinzon3128
  • 9 ago 2016
  • 8 Min. de lectura

Sanando nuestro Corazón para poder relacionarnos

Lucas 23:34 (NTV)

34 Jesús dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».


Esto va a doler

Las heridas emocionales no tratadas nos mantienen débiles espiritualmente. Solamente por medio del perdón nos volvemos más fuertes.


Mujeres atléticas con cabellera perfecta, con abdominales de acero, levantando sus brazos hacia el cielo, estirándose y sonrientes. Hombres con bíceps como pequeñas montañas, con un físico de hierro, haciendo flexiones frente a los espejos. Los especímenes físicos más aptos hacen más que sobrevivir; florecen. Usted los ha visto en el gimnasio, quitando pulgadas de sus cinturas, y añadiendo unas cuantas de ellas a sus brazos. Esas personas trabajan duro, levantan pesas y buscan el perfeccionamiento físico, con la esperanza de que, al verse en el espejo, se vean saludables, se vean bien. Son adictas al gimnasio, que viven de acuerdo con el antiguo refrán: “Sin sacrificio no hay beneficio”.


Este puede ser el secreto para tener una buena condición física. Un poco de dolor no le hace mal a nadie. De hecho, puede ser bastante bueno para el cuerpo sudar la gota gorda; el dolor recorta la grasa, ensancha la capacidad de resistencia de los músculos. Experimentar dolor da buenos resultados. Pero ¿es también cierto este principio en cuanto a lo espiritual?


En el otoño de 2013, desperté de un letargo espiritual. Mi hijo menor, Tito, se enfermó gravemente y yo sufrí un colapso nervioso. Al darme cuenta de mi ansiedad y de mi incapacidad de orar efectivamente, visité un psicólogo cristiano. Me senté en el sofá, y le pregunté: “¿Qué me está pasando?” Sonrió y me dijo: “Vamos a explorar tu pasado. Vamos a buscar la fuente de tu ansiedad”. Aclaró que podía ser la enfermedad de mi hijo, pero quizás fuera algo más profundo.


Nos sentamos y elevamos una oración silenciosa —el mejor recurso de los psicólogos cristianos— y le pedí al Espíritu Santo que me mostrara el origen de mi ansiedad. En el silencio que siguió después, vinieron rápidamente imágenes a mi mente. Vi a un sanador por fe, el que me prometió cuando yo era niño que si tenía suficiente fe quedaría sanado del asma. Pero su promesa no funcionó. Recordé al pastor que me traía de cabeza en los primeros días de mi breve trabajo como ministro de jóvenes, ese pastor que mezclaba campañas de construcción con crecimiento espiritual. Recordé al amigo cuyas mentiras me quedaron grabadas muy profundamente, y al miembro de mi familia que era un tramposo. Pensé en decepción tras decepción (abuso tras abuso), en la manera como el mundo le declaró la guerra a la fe pura que tuve una vez, todo lo cual me llevó a creer que tanto Dios como el hombre pueden, a veces, decepcionarnos.


Llegué a la conclusión de que mi hombre interior era un alma enferma, llena de dudas y descontentos. Mis músculos espirituales se habían atrofiado; mi fe era débil. Mi espíritu estaba raquítico, demacrado y amarillento —una imagen nada agradable de contemplar. El consejero me hizo ver mis ansiedades. “Va a doler”, dijo, “pero tienes que enfrentar estas decepciones, estos dolores. Confróntalos; velas como lo que son, y pídele a Dios que te diga qué debes hacer con ellas”. En la sala de estar de mi casa, noche tras noche, y semana tras semana, me paseaba por todas las decepciones de mi vida relacionadas con la fe. ¿Por qué había cargado tanto tiempo con estas heridas? ¿Podía yo utilizar estos dolores de mi vida como un catalizador para el crecimiento espiritual? Empecé a orar, y le pedí al Espíritu de Dios que trajera verdadera salud a mi alma. Y esto fue lo que escuché: Ve al huerto.


Fui al pasaje de la Biblia donde Jesús se arrodilla en el Getsemaní, angustiado, y sudando gotas de sangre. Su oración fue la más ferviente jamás susurrada: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22.42). Y Dios, por su gran amor a nosotros, no le concedió su petición. Él envió a su Hijo al dolor. Bebe la copa del dolor, Hijo mío; esa es mi voluntad para el bien de ellos.


Seguí leyendo. La turba de linchamiento se llevó a Jesús. Fue ridiculizado, y los pelos de su barba arrancados de raíz. Fue azotado, y después clavado en la cruz. No se le dio ningún alivio, sino que fue dejado colgado para que muriera. Y allí, después de haber sufrido la peor tortura que los hombres podían ofrecer, antes de que su alma estallara en la gloria del cielo, susurró las siguiente palabras por su torturadores: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (23.34).


Jesús perdonó a sus torturadores.

Su oración es interesante, ¿no? Él podía haber dicho otra cosa en la oración; pudo haber susurrado: “Padre, perdónales sus pecados”. Después de todo, Él había perdonado pecados antes. Pero, por la obra expiatoria de la cruz, estaba perdonando los pecados de una vez y para siempre. Pero sus palabras desde la cruz fueron especiales —"perdónalos, porque no saben lo que hacen".


Dios, por su gran amor a nosotros, envió a su Hijo al dolor. Fue la oración susurrada por Jesús en su hora de mayor tormento, en el momento que su espíritu estaba más débil. Y si el atormentado Jesús es nuestro modelo a seguir, si Él es mi esperanza de gloria, ¿no deberíamos nosotros extender este mismo perdón a los demás en nuestra propia debilidad espiritual? Perdona a tus acusadores, dice Él; porque ellos no sabían, en realidad, lo que estaban haciendo. Ellos me crucificaron, y yo los perdoné.


No hay duda, la práctica de hacer un inventario de nuestros dolores, de transitar por la vida con nuestras heridas y con nuestras decepciones no es fácil. Pero a medida que practicamos el camino de Jesús, a medida que ejercitamos nuestros músculos del perdón, crecemos en el poder de la pasión de Cristo. Crecemos en la semejanza a Él.


Ya han pasado dos años desde que me arrastré hasta el gimnasio espiritual —desde que comencé a orar por personas específicas mencionando sus nombres y practicando el perdón. Tan seguro como que el mundo se mantiene girando, la gente seguirá atacándome con sus mezquinas traiciones. Vendrán nuevos dolores. Surgirán nuevas decepciones. Pero si perdono, veré la fuerza y ​​la determinación del amor de Cristo acerando mis huesos, fortaleciéndome. Veré mi yo espiritual transformado en algo esbelto, fuerte y flexible. Y creo que lo mismo sucederá con usted.


El camino del perdón de Jesús no es fácil. Él nunca prometió que lo sería. Pero esto es lo que he descubierto: la práctica del perdón robustece nuestra salud espiritual. Y por más difícil que esto pueda ser, la verdad sigue siendo irrefutable. Sin sacrificio no hay beneficio. Si hoy estás viviendo un abuso en tu vida (físico, psicológico, emocional) la voluntad de Dios es poder sanarte, fortalecerte.


Cómo perdonar las heridas injustas (Colosenses 3.12-14)

Es realmente sorprendente cómo algunas personas tratan de justificar el tener un corazón amargado y resentido. Piensan “el Señor sabe lo que esa persona me hizo, así que entiende por qué me siento así”. Bueno, claro que Él lo entiende, pero eso no significa que lo apruebe.


Puesto que enfrentó la traición atroz y el abandono, el Señor Jesús conoce las emociones humanas mejor que nadie. Sin embargo, Él no está de acuerdo con que debemos sentirnos justificados al no perdonar. El Salvador tenía una perspectiva del perdón centrada en Dios que soportó la tortura más abominable. Esto es algo por lo que debemos dar gracias a Dios cada mañana. ¿Por qué? Porque nosotros somos quienes traicionamos al Señor diariamente.


Hemos ofendido al Señor Jesús como nadie nos ha ofendido jamás. Le hemos negado su legítimo lugar en nuestra vida. Hemos dudado de su Palabra. Hemos ignorado sus mandamientos. Lo hemos dejado atrás y echado de nuestra vida cotidiana. Hemos pecado contra Él y lo hemos avergonzado al pecar contra otras personas.


¿Cuál es la respuesta de Jesús a este abuso? “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt 11.28). Ahora bien, ¿de verdad cree usted que Él justificará su falta de perdón, sea por el motivo que sea? No, no lo hará.


Cuando usted mire a Dios para justificar su resentimiento, Él le responderá: “Mira la cruz”. Allí, usted descubrirá el precio que se pagó por su perdón, y entenderá que así como hemos sido perdonados, así debemos perdonar. Ahora, ten presente que el perdonar a los que nos lastiman no les da permiso para continuar haciéndolo, es importante detener el abuso. Debes ir a Dios, reconocer tu dolor y lo que estás viviendo, planear lo que tienes que hacer, luego buscar apoyo para tener la fuerza necesaria para hacerlo y actuar. En cualquier caso el silencio y la resignación son el peor camino que puedes tomar.


Fácil de decir, difícil de hacer.

Los mandatos de Dios desafían a veces la lógica humana. Piensa en el mandato que hoy has leído de perdonar a quienes te han lastimado. No tiene sentido hasta que nos damos cuenta del efecto que tiene la obediencia y la confianza —ella nos mantiene enfocados en el Señor y las cosas buenas que Él puede sacar de las dificultades.


El apóstol Pablo experimentó más abusos y sufrimientos de los que jamás experimentaremos la mayoría de nosotros. Fue golpeado, sometido a juicio y encarcelado, pero veía más allá de esas dificultades lo que el Señor estaba haciendo por medio de su vida. Es decir, aunque no se alegraba por estar preso (él no se alegraba por ser abusado o lastimado), podía celebrar como Dios le acompaño en medio del dolor y uso su vida para el beneficio de muchos.


Si creemos que Dios tiene el control y cumple sus promesas, entonces debemos confiar en el principio de Romanos 5.3-5. Este pasaje nos asegura que nuestras dificultades tienen un propósito. Específicamente, desarrollan nuestra paciencia, fortalecen nuestro carácter y afianzan nuestra esperanza. Dos bendiciones inmediatas del sufrimiento son el aumento de nuestra fe y la preparación para servir más al reino.


El Señor sacará algo bueno de nuestro dolor, como lo hizo con Pablo. Pero si permitimos que la duda nuble nuestra fe, no seremos capaces de alegrarnos por lo que Él está haciendo en nuestra vida y por medio de ella. Y si no podemos gozarnos, estamos en peligro de rendirnos antes de que la buena obra de Dios pueda ser terminada. Alegrarnos nos mantiene enfocados en el Señor y en su propósito, para que podamos comprender el significado de nuestras pruebas y recibir nuestra recompensa. No ha sido Dios quien ha traído el abuso a nuestra vida pues Dios no se complace en el pecado pero ha prometido sanarnos, fortalecernos y usar ese dolor para nuestro propio beneficio y el de otros.


Preguntas Para El Grupo.

1. ¿Estarías dispuesto a tomar un tiempo con Dios en oración y con otro creyente maduro que te acompañara para hacer tu propia lista de heridas, abusos o frustraciones del pasado? ¿Cómo les explicarías a otros la importancia de realizar este examen personal?

2. ¿Qué sucede con nuestra vida cristiana cuando no optamos por el camino del Perdón? Según lo que leíste cuales dirías que son los beneficios de perdonar.

3. ¿En que se fortalecen los cristianos para poder perdonar las heridas y el abuso que han recibido en su vida?

4. ¿Qué debemos hacer si actualmente somos víctimas de un abuso?

5. ¿Cuál es nuestra esperanza como hijos de Dios al pensar en Dios y en como obra en medio de nuestro dolor?


Te recomendamos escuchar la enseñanza del domingo 31 de julio de la serie Me vuelves loco.

(Publicado originalmente en encontacto.org)


 
 
 

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